El saladero
Gauchos, sal y el orígen de la industria cárnica en Argentina...
Imaginen por un momento la pampa húmeda a comienzos del siglo XIX. Un mar de pasto que se extendía sin fin, vacas por millones, y un sol que lo doraba todo. En ese paisaje, sin heladeras ni camiones frigoríficos, surgió una respuesta brillante a un problema vital: ¿cómo conservar la carne?
Ahí es donde aparecen los saladeros. No eran simples mataderos: eran verdaderas usinas rurales donde se transformaba la vaca en un producto de exportación. Se faenaban reses por cientos o miles, se les extraía el cuero, el sebo, los huesos, y sobre todo, la carne que se convertiría en tasajo: tiras de carne salada y secada al sol, pensadas no para deleitar, sino para durar.
No se engañen: el tasajo no era un bocado gourmet. Era duro, fibroso, salado hasta el extremo. Pero esa era su gracia. En un mundo sin frío artificial, duraba semanas, incluso meses. Y se embarcaba hacia puertos del Caribe, de Brasil, de Cuba, donde se convertía en ración básica para esclavos, soldados o trabajadores rurales. Era una solución rápida y segura para conservar carne en la era preindustrial.
¿Y cómo funcionaban los saladeros? Muy a lo criollo: después de la matanza, se cortaba la carne en tiras gruesas, se enterraba en sal durante varios días en grandes bateas, y después se colgaba al sol. La sal cumplía su rol milenario: absorbía el agua, detenía la proliferación bacteriana, y convertía un pedazo de vaca en una mercancía duradera. Una técnica vieja como la humanidad, pero adaptada al paisaje de la llanura pampeana.
Ahora bien, entre 1810 y 1870, la provincia de Buenos Aires fue el gran centro de esta actividad. Los saladeros brotaban como hongos tras la lluvia. Algunos eran gigantescos y estaban en manos de estancieros, comerciantes británicos o socios de Rosas, sí, el mismísimo Restaurador tuvo intereses directos. Otros eran más pequeños, pero igual de activos.
Y acá es donde entran los gauchos.
Durante esos años, el gaucho era mucho más que una figura pintoresca. Era la mano de obra clave para el funcionamiento del saladero. Nadie como él sabía arrear una tropilla, enlazar un toro cimarrón, carnearlo con un facón bien afilado. Tenía oficio, fuerza y destreza. Pero también tenía algo que no gustaba tanto a los patrones: libertad.
Porque claro, el gaucho vivía con una lógica nómada, medio salvaje según algunos, entre tolderías, puestos de campo y pulperías. Y el saladero exigía otra cosa: horario, disciplina, obediencia. Ahí empezaron los roces. Muchos gauchos no querían saber nada con trabajar jornadas enteras por un jornal miserable, bajo las órdenes de un capataz. Entonces, ¿qué hacían los dueños de saladeros? Levas, persecución al “vago y mal entretenido”, cárcel o amenaza de servicio militar. En pocas palabras: si no venís por las buenas, venís por las malas.
Pero ojo, no todos los gauchos resistían. Algunos sí aceptaban el trabajo, sobre todo como cuereadores, troperos, carreros o carniceros. Entraban y salían del circuito según la temporada o el conflicto político. Porque muchos también fueron carne de cañón en las guerras civiles, enrolados a la fuerza por los mismos intereses que controlaban los saladeros.
Los relatos de la época, de viajeros ingleses, cronistas, hasta Sarmiento, nos muestran al gaucho manchado de sangre, faenando reses al rayo del sol, y más tarde en la pulpería, gastando en vino y juego su jornal. O al gaucho rebelde, el que no aceptaba la vida fabril del saladero y prefería seguir alzado, arreando ganado sin marca o luchando por algún caudillo.
En definitiva, el saladero necesitó al gaucho... hasta que dejó de necesitarlo. Con el ferrocarril, los barcos frigoríficos y el alambrado, ese mundo cambió para siempre. El campo se cerró, el ganado se volvió propiedad privada, y el gaucho fue desplazado. Pasó de ser protagonista a símbolo. De trabajador libre a personaje literario, inmortalizado en el Martín Fierro.
Pero no nos desviemos. Vuelvo a los saladeros.
Además de carne, sacaban todo: cuero, sebo, huesos, hasta los pelos. Era una industria de aprovechamiento total. Un sistema brutal, pero eficiente, que colocó a Buenos Aires como eje del comercio atlántico de productos animales. Hasta que el modelo caducó. Porque con la llegada del frío artificial, ya no hacía falta salar. El tasajo perdió mercado frente a la carne enfriada y en conserva enlatada.
¿Y la técnica del salado? ¿Desapareció? Para nada. Quedó guardada en la memoria de los fogones rurales, en las recetas del norte andino, en el charqui que aún se prepara con orgullo. Sigue viva en la bondiola curada, en la panceta salada, en cada pedazo de carne que no se congela, sino que se transforma con sal, paciencia y respeto.
El saladero no es una reliquia. Es origen. Es raíz. Es la manera en que la carne argentina, mucho antes de ser envasada al vacío, fue salada al viento de la pampa.
Por Abel Licciardi